Si ya has vivido la
grandeza de la maternidad te acordarás de la primera vez que sentiste a tu hijo
en brazos, cuando te agarró el dedito con su mano como pidiendo auxilio, la vez
que se calmó nada más olerte al abrazarle, esa mirada perdida que se fijó en tu
cara con expresión de admiración, cuando te contestó a los gorjeos, los
primeros pasitos, la vez que te sonrío cuando más lo necesitabas, ese
comentario inocente que alegró los oídos de todos los que estaban alrededor,
ese hábito que costó tanto enseñar y que por fin aprendió y un largísimo
etcétera de ocasiones en las que nos embelesamos tanto de amor que no nos cabe
nada más en el corazón de lo lleno que está.
Si nos fijamos en
la parte fisiológica, la maternidad es incomodísima. El cuerpo de la mujer se
desfigura, el cansancio se apodera de ella, las sensaciones se alteran en
algunos casos radicalmente, no se pueden hacer grandes esfuerzos, hay que
restringir comidas, bebidas, medicamentos, tomar vitaminas, hacerse análisis,
acudir al médico etc. Y eso si todo avanza con normalidad, si hay
complicaciones las incomodidades son mucho mayores. Las presiones psicosociales
también pueden llegar a ser fuertes: los demás opinan si son muchos o pocos los
hijos que concibes; la preocupación económica toma fuerza; se puede incluso
perder el empleo de la madre o ponerlo en peligro etc. Todos estos inconvenientes
que surgen con un embarazo son la antesala de la entrega que supone la
maternidad. Parece como si desde el principio la naturaleza entrenara a la
madre en la fortaleza para tener capacidad de afrontar el nacimiento de un
hijo.
La grandeza de la
maternidad no es un algoritmo matemático, ni tampoco lo es poner los pros y los
contras en una balanza, porque analizando fríamente la balanza de las
desventajas desnivela, y sin embargo, un único componente como lo es el amor vuelca por completo la balanza
hacia el deseo natural de unos padres por concebir. ¿Qué pasa con los que no
desean concebir? Mi opinión es que se han desconectado de su corazón, ya no
saben escucharlo, ya no sienten y luego piensan sino que piensan y luego
sienten. Nos esforzamos por controlar hasta el último movimiento que nos va a
ocurrir en el futuro y si no sale exactamente como lo previsto, nos derrumbamos
en el desconcierto.
Pero si nos fijamos
detenidamente, nos damos cuenta de que la
transmisión de la vida conlleva la felicidad del don recibido.
Otra cuestión
llamativa es que cuando se concibe es prácticamente inevitable no pensar en
Dios, si no al principio, en cualquiera de los momentos del embarazo, cuando se
empieza a ver la carita o los deditos en la ecografía, cuando sentimos las
primeras patadas o cuando le vemos recién llegado al mundo con esa indefensión.
Tener un bebé es un milagro, y por lo tanto nos hace admirar, aunque sea sólo
en un rinconcito de nuestro corazón y aunque se tapase inmediatamente, la grandeza de Dios.
El ser humano
definitivamente, por el componente de la inteligencia y la voluntad, vive
satisfecho con su vida cuando se esfuerza por lograr metas magnánimas, cuando
pone los medios para alcanzar objetivos que a primera vista parecen hasta
insostenibles por la lógica humana. Cualquier persona comenta orgulloso los
logros de su vida en los que ha superado las dificultades alcanzando la meta marcada.
Nadie habla satisfecho de lo que se ha propuesto y por pereza no ha conseguido.
Pues en la consideración de la maternidad puede extrapolarse lo mismo. Por muy
dificultosa que pueda resultar, por muy incómodo que resulte no volver a poder
dormir nunca mas lo que apetezca, por muy fastidioso que resulte tener que
llevar y recoger de por vida en horas punta a los niños al colegio, por muchos
disgustos que puedan surgir en su caminar vital, estoy segura que al final de
la vida, cuando mires para atrás, te darás cuenta como madre de que lo más
valioso y fructífero que has realizado en tu vida ha sido acompañar, escuchar, consolar,
comprender, abrazar, exigir, enseñar, en definitiva, EDUCAR Y AMAR a tu hijo.
Por Cristina Gómez
cristinagomezgarciadeparedes@gmail.com
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